Hoy se conmemora el Día Mundial de la Concienciación del Autismo. Esto lo escribí hace unos años, pero aún tiene vigencia
Él es autista y tiene 20 años. Ahora va en un carro, con su mano fuera de la ventana. Con los dedos trata de atrapar el aire, esquivo, inmenso. La brisa sopla por entre sus dedos, y casi rozan las hojas de los árboles que bordean la carretera. Dentro del carro, en el asiento delantero, su cuerpo se mueve al ritmo de las curvas del camino, que conduce hacia el pueblo trujillano de Boconó. Voy en el puesto de atrás, y por el retrovisor veo su cara, seria, concentrada en el paisaje que cambia con cada vuelta. “Mira, mamá, ahí se ve Boconó”, dice de repente y señala hacia un valle. “Sí, papito, ya casi vamos a llegar”, le responde ella, mientras mueve el volante de izquierda a derecha. “¿Voy a ver el agua de la acequia?”, pregunta angustiado. “Claro, hijo, ya te dije que sí”.
Llegar hasta allí no fue fácil. Su mamá tuvo que aplicar técnicas de convencimiento, con una gran dosis de paciencia. El autismo es una condición que se caracteriza, entre otras cosas, por el retraimiento y la poca disposición para moverse naturalmente en la sociedad. Pero, sobre todo, por la intolerancia a los cambios de rutina y la fijación con un objeto en particular –en este caso, el agua, sea de río, de lluvia, de mar–.
Las actividades cotidianas se repiten como un ciclo que no debe modificarse. Todos los días, él se levanta a las siete, desayuna Zucaritas con leche, se viste con un mono azul y una camisa blanca de algodón, y sale de la casa. Su mamá lo lleva en el carro hasta el colegio, en el que aprende técnicas de jardinería. Regresa a las doce, almuerza y se para en el balcón del apartamento, con el radio a un volumen alto. Canta, conversa con los vigilantes del edificio y con la gente que pasa. Espera hasta las seis, e invariablemente va hasta la plaza que queda frente a su edificio, armado con cobijas, cornetas de radio, juguetes, palos, etc. Allí se dedica a poner y quitar las cosas, a ordenarlas y desordenarlas, justo en el lugar donde está la estatua de Francisco de Miranda. Pero sobre todo, mira embelesado la fuente. Se detiene a observar cómo cae el agua desde arriba, cómo se hacen ondas cuando llegan las gotas al agua que está empozada, cómo se levantan chispas. Su cara recibe esos punticos fríos y mojados, que también se meten en sus ojos, porque se niega a cerrarlos.
Y así es siempre, sin variaciones, salvo los fines de semana, en los que se queda en la casa esperando que sea la hora de ir a la plaza. Por eso, viajar puede ser una tragedia. Significa trastocar la rutina que se ha mantenido por tanto tiempo, cosa que lo sume en un estado de abatimiento.
El anuncio del cambio se hace el mismo día de la salida. Él está en el cuarto, viendo televisión, con un pie cruzado sobre el otro, y los brazos detrás de la cabeza. “Jay Jay el avioncito/Soy yo”, canta el televisor.
–Alfre, nos vamos hoy para Boconó –comienza su mamá con la interrupción.
–Ay, mamá, no quiero ir –responde, sin despegar los ojos de la televisión.
–Mira, vamos a ver a los primos –le dice ella con esa voz que se usa para dirigirse a los bebés–. Ven, anda, vístete. Y te llevas tus botas, tus cornetas, el radio –enumera con las palabras y con los dedos, frente a él, quien ya la mira.
–No, mamá, déjame en paz –dice ya molesto, con el ceño fruncido, y alzando la mano derecha, con los dedos amuñuñados formando un puño.
–Ay, Alfre, no te me pongas malcriado. Mira que si no vas, te quedas solo, y no vas más a la plaza –responde ella con calma, pero levantando un poco la voz para tratar de sonar amenazadora.
–¡Te dije que no! –le grita, y voltea hacia la televisión.
–Mira, ¿sabes qué vas a hacer? –le contesta ella tranquila como si no hubiese escuchado el tono de molestia –. Vas a ver la acequia y la rueda que da vueltas en la cascada. ¿Te acuerdas?
Su expresión cambia. Sus ojos se entornan, sonríe y no dice nada. Apaga el televisor. Se levanta de la cama y comienza a recoger. Así, automáticamente, como si hubiesen pulsado un botón –quizás se ha pinchado la tecla del agua acertadamente–. “Chico, ¡cómo te gusta el agua!”, suspira su mamá triunfante, mientras lo ayuda a buscar las cosas en el cuarto.
Se encarama en el carro, se amarra el cinturón y sale de su adorada rutina. El agua prometida logró convencerlo. Nada más. Cualquier súplica hubiese sido en vano. Y, ahora, en el carro, la calma se mantiene con la promesa de ver el canal de agua que está en la casa donde se hospedará. Esa corriente que fluye y arrastra piedras, que suena a susurro, que cae en cascada y desemboca en una rueda oxidada, que eleva punticos fríos y mojados, como en su plaza de todos los días.
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